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2007/08/26

En defensa de los padres


Pobres padres. Desde que la psicología se puso de moda empezaron a culparlos por todo. No es de extrañar, entonces, que siempre anden estresados. A cada rato un artículo en internet, periódico o revista les recuerda todo lo que están haciendo mal o podrían hacer mejor. Y basta que uno de sus hijos tenga un problema, se angustie, exprese un temor o no se ajuste a alguna norma, para que se sientan un fracaso. Cuando los niños son chicos, los padres se desviven por satisfacer todas sus demandas con tal de evitarles una frustración.
A medida que van creciendo, los problemas tienden a aumentar junto con la talla y el peso; requiriendo de más tino, más paciencia, más gastos y más comunicación. Si en el siglo pasado se idealizó al "buen hijo", preocupado y custodio de sus padres, en nuestros tiempos la balanza se dio vuelta radicalmente. Hoy en día lo que cuenta son los deberes de los padres y los derechos de los hijos. A los "buenos padres" se les exige sentirse responsables de la conducta, los sueños, la felicidad y el alimento de los hijos desde que nacen... hasta siempre. Y sin esperar mucho a cambio

Como no se habla de las consecuencias emocionales que los hijos tienen en sus padres, se da por sentado que ser padre siempre es un placer. Pocos se atreven a hablar, sin sentirse culpables, de los sinsabores y aflicciones que este vínculo también puede provocar. La dificultad para reconocer que la influencia en la salud mental de padres e hijos es recíproca, ha contribuido a transformar en inconfesable cualquier desencanto de los progenitores con sus roles y deberes. Dicho en otras palabras, los padres afectan la psiquis de los hijos, pero ésta es una relación en ambas direcciones. Porque los hijos también influyen e impactan en la salud mental de los padres.

Hace bien decirlo en voz alta: a veces los hijos duelen. Por ejemplo, cuando ponen malas caras o son desagradables o antipáticos; cuando son demandantes o exigentes; cuando no hacen nada por ellos mismos y se enferman, o hacen exactamente lo contrario de lo que les conviene o no escuchan; cuando se hacen daño a sí mismos o a los demás y no aceptan ayuda; cuando no reportan satisfacciones, sino puros dolores de cabeza; cuando andan en malos pasos o malas juntas o se emborrachan o se drogan; cuando son irresponsables o inconstantes; cuando son maleducados o insolentes; cuando son orgullosos, soberbios o displicentes; cuando son aprovechadores o desagradecidos; cuando dan por sentado el afecto y no lo corresponden, o son incapaces de reconocer todo lo que reciben; cuando sólo piden y son poco generosos, o cuando dan y después pasan la cuenta; cuando son distantes o indiferentes; cuando son descontrolados y se pelean con todos y contra todo; cuando son utilitarios, insensibles o egocéntricos; cuando someten a sus padres a desaires, agravios o humillaciones; cuando cuestionan o descalifican o no perdonan, o cuando son rencorosos y enrostran resentimientos del pasado como jueces implacables; cuando se alejan de los padres a medida que éstos envejecen y los dejan solos, o cuando entre varios son incapaces de procurarle el sustento a quien un día los alimentó a todos. En síntesis, cuando pierden el rumbo o se ponen insoportables o no crecen nunca o son injustos o ingratos o malagradecidos o hirientes o hacen sufrir o causan pena.

En fin, los padres no siempre tienen la culpa de todo. Con sus virtudes y flaquezas, al igual que todos los seres humanos, necesitan de amor, respeto, reciprocidad y cuidado. Y les duele mucho cuando se sienten rechazados. Por eso, es importante entender que a veces... de vez en cuando... ocasionalmente... o, por lo menos, a ratos... el infierno se llena no sólo de padres, sino también de hijos.
Fuente: Revista El Sábado. El Mercurio. Eugenia Weinstein


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